De todos los
textos sagrados el que más me impactó siempre fue ese que pronuncia Jesús:
"Una palabra tuya bastará para sanarme". Hace unos días me la
recordaba una amiga, y siempre regresa a mi esa expresión de demanda y de
esperanza como una de las definiciones más radicales del valor de la palabra
como un instrumento de ayuda, de comunicación, de afecto. Es como el agua para
el que padece sed, como la sangre para el que la pierde, como el alimento para
el que pasa hambre. De todas las cosas tan serias que tiene la vida, la
palabra es la más seria, la que confirma o desmiente los sentimientos; la
mirada es la primera palabra, pero la palabra la tiene que reafirmar. El
silencio es hermoso, grande, íntimo, pero una palabra, una palabra tan solo,
puede abrazar o destrozar, puede levantarte a lo más alto o hundirte en lo más
hondo, como decía Kipling en If. La palabra no es privada, es pública
siempre, hiere o cura, no puede utilizarse como si fuera una bala porque en
efecto es una bala, o al menos se tiene que tener constancia de que es una bala
cuando se quiere utilizar como una bala. Si llega a su objetivo y hiere es
tan fatal como un arma. La poesía es un arma, decía Celaya; la palabra es un
arma que tiene dos filos. Dicha con generosidad y conciencia de su valor, una
palabra tuya bastará para sanarme sí; pero si la palabra no nace para sanar
puede hacer un daño incalculable. Por eso me preguntaba ayer: cuando hay una
inquietud, ¿qué hay más en la mente, imágenes o palabras? Las palabras son preguntas,
siempre, no hay una sola palabra que tenga su respuesta en sí misma. Y cada
pregunta es una inquietud. La imagen es la memoria; hasta que no se dice, con
palabras, sólo existe como la niebla, haciéndose. Y cuando se hace palabra,
suena, es constante, te lleva a un sentimiento o a otro.
JUAN CRUZ (EL PAÍS)
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